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Revista de Literatura, Artes y Filosofía

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por: Olivia RicoPublicada el julio 3, 2025julio 3, 2025

Confesión (de “Mysticism”)

Por Simon Critchley

Traducción Olivia Rico

Cuando tenía 24 años, tuve lo que creí una experiencia de conversión mientras deambulaba por la Catedral de Canterbury en Inglaterra. Había estado visitando el lugar por muchos días, estudiando vagamente, pero sobre todo simplemente pasando el tiempo. No recuerdo la experiencia con absoluta claridad; se siente más bien como una imagen proyectada en una pantalla. Sin embargo, conservo la poderosa memoria visual de estar de pie en la nave de la catedral y mirar al este, hacia el coro, y sentirme de algún modo a un tiempo lleno y vacío de una extática vivacidad cuya especie de calidez y dulzura envolvente no era simplemente física. Estaba siendo tirado hacia afuera y alzado más allá de mí mismo hacia las altas ventanas de la claraboya y hacia la luz de color refractada que caía y cruzaba la piedra de las bóvedas de abanico. Recuerdo haberme susurrado: “¡Ahora podría hacerlo! ¡Ahora!”.

Pero entonces, mientras el momento pasaba, llegué a convencerme de que mi sentimiento era puramente estético. Estaba simplemente abrumado por la belleza, coherencia y poder trascendente del espectáculo que contemplaba. Comencé a sentirlo como una falsa epifanía y, honestamente, me sentí más bien avergonzado de la experiencia. No se la conté a nadie.

Mi intensa curiosidad por la religión, en especial por el cristianismo, se ha sentido siempre como una pasión personal ligeramente impura. Una obsesión que era mejor guardar para mí mismo. Si alguna vez alguien me preguntaba si creía en Dios, siempre ripostaba agresivamente con alguna estridente profesión de ateísmo. En el mundo ferozmente secular de la filosofía académica británica en que fui educado y en que luego trabajé, las personas religiosas eran de alguna forma vistas como gente de mente débil, y a menudo tratadas con suspicacia, incluso con hostilidad.

Además de envidiar profundamente a los filósofos que tenían fe religiosa, también los sospechaba culpables de una suerte de bicameralismo filosófico, de habitaciones separadas en sus mentes, una que decía FILOSOFÍA y otra que decía FE, sin puertas que las intercomunicaran. Ser filósofo –aprendí a decirme a mí mismo– significaba que todas las preguntas debían ser radicalmente abiertas en una experiencia de libertad intelectual pura y vertiginosa. Ahora no estoy tan seguro.

Cierto: nunca fui un ateo triunfalista. Creía que las tradiciones religiosas que me eran más familiares, el judaísmo y el cristianismo, eran maneras poderosas de articular preguntas sobre el significado último y el valor de la vida humana. Apreciaba la forma en que pensadores como San Pablo, San Agustín, Meister Eckhart, Pascal, Martin Buber y Emmanuel Levinas daban respuesta a esas preguntas religiosamente, incluso aunque yo no pudiera aceptar esas respuestas. Imaginaba que si alguna vez tenía una experiencia de fe, debería abandonar la filosofía completamente.

En mis trabajos anteriores, defendí persistentemente la centralidad de la decepción religiosa. Mi visión estaba decididamente influenciada por la idea de Nietzsche de la muerte de Dios, específicamente por el hecho de que los valores más altos se habían devaluado a sí mismos. El Dios de los metafísicos que había dotado de un ancla trascendente al sentido de la vida se había vuelto increíble y esto abrió el problema del nihilismo: si no hay Dios que garantice significados, entonces nos hemos quedado sin nada, y, o bien nos rendimos, o bien, como Nietzsche, nos sometemos a una minuciosa reevaluación de todos los valores.

Aún creo en la centralidad del problema del nihilismo: cómo encontrar sentido en un cosmos aparentemente sin sentido. Pero el curso de mi pensamiento ha variado con los años. He llegado a creer ahora que mis anteriores visiones sobre religión eran simplemente demasiado filosóficas, esto es, demasiado abstractas y de raíz metafísica. Lo que hace válido y duradero al cristianismo o a cualquier otra fe no es el asunto teórico de la realidad o, en otro sentido, el de algún postulado metafísico como la existencia de Dios, sino las prácticas de devoción en las que los participantes de una religión se involucran.

En lugar de concentrarnos en la plausibilidad teórica de una cierta convicción metafísica, imaginada e interior, como la fe, pienso que hacemos mejor al entender el fenómeno total de la vida religiosa como un conjunto compartido de prácticas sociales, objetos devocionales y espacios sagrados unidos todos por la observancia ritual. La religión es un conjunto unificado de prácticas ligadas a la experiencia de lo sagrado. Es inseparable de la práctica social colectiva –aquello que podemos llamar Iglesia. Al mirar atrás, encuentro mis anteriores visiones sobre religión arrogantes, elitistas y profundamente olvidadas de la fe.

Este libro es mi intento por repensar este acercamiento a la religión mediante lo que considero su corazón y núcleo ardiente: el misticismo. Como Julian Cope, no soy un completista, y, desde luego, existen brechas en lo que he dicho aquí. Muchas. No ofrezco disculpas por eso. Más por falta de competencia en religión comparada que por algún afán proselitista de mi parte, mi interés principal es la tradición cristiana, particularmente el cristianismo medieval. Por algunos años, en mis veinte, quise ser medievalista, en parte por mi atracción por el inglés medio, el cual aprendí con dificultad y placer, pero sobre todo por un amor constante por la arquitectura de las catedrales góticas y románicas, en particular sus variantes inglesas.

Siendo honesto, me fascinan todas las tradiciones religiosas de las que he tenido conocimiento, sobre las que he leído o –en limitadas pero significativas ocasiones– en las que he participado. Pero el lector deberá tolerar mi interés por el cristianismo y por sus variaciones modernas más seculares y estéticas. Sucede también que dentro del complejo espacio del cristianismo medieval las mujeres asumen un ascendente rol central. La piedad afectiva practicada por contemplativas femeninas como Julian de Norwich es central para la historia que trato de contar en este libro.

Permítaseme también confesar una fascinación casi intoxicante por el concepto de la encarnación. Este no es exclusivo del cristianismo, pero es su afirmación nuclear: lo divino que se torna humano, lo atemporal que se vacía en el tiempo, la idea absoluta que se torna materia. Vimos anteriormente lo que le sucede al concepto de la materia cuando es paradójicamente infundida por lo divino. El retrato del misticismo que en este libro he intentado pintar, en colores no poco atrevidos, encuentra evidentes ecos en otras tradiciones de la vida religiosa. Pero no es mi tarea aquí develar esos ecos. Invito a los lectores a escuchar esos ecos y a comentarme sobre ellos.

Aunque este libro es sobre religión, es también lo más cerca que he estado de desarrollar una estética, lo cual, por supuesto, es un término angustiosamente vago. A lo que me refiero con estética es simplemente a tratar de encontrar algunas palabras y conceptos que describan lo que hace el arte y cómo se siente. En efecto, la gran pregunta es: ¿por qué hacemos arte en lo absoluto? El lector notará que en el curso de este libro, especialmente en la segunda parte, nos movemos de la práctica mística a la prosa y la poesía. De la religión al arte. Pero mi preocupación central en relación al arte es la experiencia de la música, en especial la música ordinaria, aparentemente efímera, popular, que a muchos de nosotros nos importa más y entendemos menos. ¿Cómo es que un montón de tontas canciones pop pueden coser la tela de una vida y darle sentido, profundidad, calidez y coherencia?

Confieso que en este libro hay un cierto sentimentalismo del espacio. En mi caso, este espacio es Inglaterra, de donde resulta que soy. No es que esté orgulloso de ello. Por el contrario. Este sentido del lugar nunca fue en lo absoluto explícito para mí antes de la escritura de este libro. Aun así, de algún modo, entre Julian de Norwich y Julian Cope, entre el sentido de la intersección de “England and nowhere” de T. S. Eliot y los sagrados misterios de la música punk y post-punk, me hallo tratando de crear una noción del lugar y de los complejos, en efecto contradictorios, sentimientos que provoca.

A veces –demasiado a menudo para mi gusto– se me pregunta en qué estoy trabajando. La pregunta aborrecida por cualquiera que sea lo suficientemente afortunado de ganarse la vida pensando. Siempre se me antoja replicar: “¿Por qué no lees mi último libro y me preguntas sobre eso?” Pero, desde luego, no lo hago. Soy educado y no quiero parecer grosero. Si puedo –y me he vuelto bastante bueno en esto con los años– desvío la pregunta devolviéndola y viendo en qué está interesado el inquisidor. He notado que si el interlocutor es sincero, y las cosas se vuelven ligeramente serias y nuestras mentes comienzan a zafarse juntas, entonces muy a menudo estas conversaciones derivan en misticismo. A pesar de cierto pudor que es común al confesar nuestras proclividades espirituales, encuentro que hay en ello una cantidad terrible de misticismo. En años recientes más que nunca. No me corresponde especular acerca de las causas de este estado de cosas. Simplemente trato de ofrecer una noción del fenómeno.

El misticismo es un tema que provoca intensa curiosidad, y que permite a las personas combinar sus más verdaderas dudas existenciales, preocupaciones y obsesiones idiosincráticas, con el exterior, profundo, incitante y más bien contaminado mar de la fe que nos rodea. El misticismo es un asunto único que combina la absoluta dimensión personal de la comunicación y la orientación con la disciplina del close-reading de textos difíciles, los rigores conceptuales de la academia teológica, la historia de la religión, y el estudio de significativas variaciones sociológicas de la vida religiosa.

El misticismo ofrece a las personas el espacio intelectual y emocional necesario para juntar sus particulares visiones de lo divino –siendo estas mucho más comunes de lo que usualmente se piensa– con las grandes vistas de la historia y la geografía de la religión. En no menor medida, esta ampliamente compartida fascinación por el misticismo es la razón por la cual escribí este libro. Las personas en su infinita variedad conectan alrededor del tema del misticismo. Alimenta esa intensa hambre espiritual que todos tenemos, la sensación de estar perdidos y solos e incapaces de creer, combinada nada menos que con un profundo deseo de creer, de tener fe, de ser alzado a lo que William James llamó “tremendous muchness” y que encontramos en la práctica y la escritura místicas. Pero, más aún, este libro acoge un deseo profundamente contenido de desterrar persistentes formas de melancolía, y de encontrar algo semejante a la paz, a un gran reposo, al desasimiento, a una existencia liberada y extática, a la posibilidad de ser liberado del dolor. Esto es lo que he llamado en la última página del libro “satisfacción idiota”: una acentuada y loca alegría por la realidad del mundo. Quizás tal idiotez pueda salvarnos de nosotros mismos y de pensar lo peor de los otros. Quizás podamos experimentar este gozo, no en los ardores transitorios que nos rodean y nos oprimen por todas partes, sino con la profunda y duradera persistencia del amor.

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