Por Carlos Jaime Jiménez
Sweet Virginia
Vista en el mapa, la ciudad de Richmond, Virginia, tiene la forma de un hibisco dividido a la mitad por el James River, una arteria azul ondulada que se extiende desde los Apalaches hasta el Atlántico. En una noche de diciembre de 2022 me encontraba allí, en un motel de carretera justo al lado de la autopista I-95, inundado por el ruido, el aire estancado, una mezcla de olores a humedad, nicotina y marihuana transpirando a través de las paredes. La vista del James River era un magro consuelo, pero para apreciarla era necesario salir afuera, exponerse al frío y la llovizna intermitentes, y caminar hasta la base de la rampa que alimenta ininterrumpidamente a la I-95 con toneladas de metal viajando a 160km/h. Quienes lo han recorrido, saben que el tramo de esa autopista entre Richmond y Washington D.C. es un círculo del infierno, cientos de millas sorteando malos conductores, clima inclemente, paisaje monótono, y atascos de tráfico debido a accidentes. Cuando estaba allí, solía prestarle más atención a los carros que subían por la rampa que a las vistas del río. Escuchaba los motores rugiendo encima de mí, un movimiento indetenible de máquinas y personas que aparentemente iban hacia algún lugar. A veces me sentía como una versión del personaje de James Spader al principio del filme Crash, pero en lugar de mirar el flujo del tráfico desde la altura, viéndolo cobrar formas sensuales y monstruosas; yo me hallaba relegado a la vista parcial y la vecindad de sus tentáculos arrastrándose por la tierra.
“Richmond es una ciudad de gente blanca fumadora de cigarrillos. Cuando pienso en ella solo me vienen dos cosas a la mente: racismo levemente encubierto y nicotina”. Así me dijo de manera vehemente mi amiga Dev cuando le conté sobre mi tiempo en la ciudad. Dev es una lesbiana de North Carolina, con quién compartí alquiler. Sus antepasados lucharon del lado del ejército confederado durante la Guerra Civil, y su vista está bien entrenada a la hora de reconocer formas de racismo, ya sea encubiertas o normalizadas. No obstante, comparada con el suroeste de Florida, donde yo había vivido previamente, Richmond me pareció un lugar más civilizado. La arquitectura de Richmond posee carácter, y es además una ciudad cargada de historia, epicentro de las guerras que le han dado forma a los Estados Unidos como lo conocemos hoy. Mientras frecuenté la ciudad, mi experiencia con otras personas fue limitada, reduciéndose mayormente a la brigada de construcción en la que trabajaba, cuyos miembros éramos una mezcla de norteamericanos y latinos.
Aunque, mirando en retrospectiva, los supervisores generales de los edificios donde trabajábamos casi siempre eran blancos altos, de barba poblada y entrecana, dados a hacer bromas pasivo-agresivas utilizando las pocas frases en español que habían aprendido tras varios años de labor junto a hispanos. Sin embargo, fue aún más chocante para mí percibir la tirantez entre peruanos y afroamericanos, la manera en que los primeros se referían despectivamente a los “morenos”, mientras celebraban con risa de coyote las provocaciones chapurreadas de sus jefes y colegas blancos. El ambiente general no era hostil, aunque sí rudo e inclemente – al parecer esto es algo común en el contexto de los oficios manuales. Pero la tensión estaba ahí, sus vibraciones se podían percibir, latentes, bajo la superficie de camaradería. Mi caso particular era raro, muchos pensaban que era un americano blanco hasta que escuchaban mi acento, y aún después, seguían tratándome con cierta simpatía un tanto extraña, teniendo en cuenta que yo era, por mucho, el obrero menos hábil de mi grupo. Muchas veces algún jefe de obra se dirigió hacia mí, de entre todos mis compañeros, cuando nos encontrábamos ensamblando mesas ajustables, para preguntarme: “Are you the electrician?” “No sir, I’m not.”
Recuerdo estar trabajando en el reemplazo de muebles en oficinas subsidiarias del ejército, entre cubículos ocupados por ingenieros militares y analistas de datos. Todos sabían que, como mínimo, la mitad de los trabajadores éramos inmigrantes ilegales, y a nadie parecía importarle. Con tal de que tuvieses un pasaporte válido de cualquier país para verificar tu identidad, te dejaban pasar a través de los tres puntos de chequeo de seguridad. Sin esta mano de obra ilegal no se terminaría ningún proyecto de construcción en este país. Ellos lo saben, a pesar de que a menudo voten por leyes de deportación expedita. Aunque a veces me pregunto si los que abogan de manera vehemente por la implementación de leyes y medidas antiinmigración son personas que realmente han trabajado al lado de inmigrantes ilegales, o han podido verlos entregados a la labor. Nunca he visto una ética de trabajo comparable a la de los sudamericanos con los que compartí labores durante esos meses. Incansables, sin proferir una queja, soportando frío e incertidumbre legales, incapaces de leer los diagramas en inglés, pero procediendo a ensamblar el mobiliario de las oficinas a base de lógica y perspicacia. Yo, por mi parte, renegaba silenciosamente, y durante los descansos me la pasaba pegado a las ventanas, mirando hacia abajo, a los jóvenes profesionales que caminaban las calles del centro de Richmond o Washington D.C., saliendo de Starbucks con sus cafés demasiado caros, dirigiéndose hacia oficinas como las que yo estaba construyendo, rumbo a ganar seis cifras, hacia un crédito por encima de 800, a conducir Lexus, Mercedes o BMWs. Los miraba, y quería tener lo mismo que ellos, me invadía una mezcla de rabia y desesperanza al no ser capaz de contemplar una ruta plausible entre mi condición actual y dicho objetivo. Ni siquiera tenía permiso de empleo aún. Me creía más fuerte, más inteligente, más capaz que ellos, pero no sabía cómo demostrarlo. Recuerdo que una de las distracciones que aliviaban la monotonía del trabajo era el escuchar podcasts o música a través de mis audífonos. Por algún motivo que no me explico del todo, los artistas más frecuentes en mi rotación eran Phoebe Bridgers y Drake. A la primera aún la escucho regularmente, al segundo, ya no mucho. “Keychain go jang-a-lang, I wanna do major things”, no sé cuántas veces escuché versos tontos y pegajosos por este estilo, como si pertenecieran a una letanía, cuando en mi tiempo libre me entregaba a deambular por ciudades del noreste, o mientras trabajaba en amueblar las entrañas de sus edificios.
Justo por la fecha en que comenzaba a escribir este texto, vi los highlights de los premios Grammy de 2024, y me llamó la atención especialmente la maravillosa versión en vivo de “Fast Car”, por Tracy Chapman y Luke Combs. Hace algunos años salieron a la luz publicaciones de Twitter hechas por el músico antes de volverse famoso, en las que transpiraba un tono misógino y racista. Desde entonces, Luke Combs se ha disculpado públicamente, aceptando responsabilidad, incluso se dirigió a sus fans pidiéndoles que dejasen de defender sus acciones. De la reciente interpretación en los Grammy, a la que he regresado en muchas ocasiones, una de las cosas que más destaca es la manera en que Luke, su habitual apariencia redneck semi-anulada por un traje de terciopelo oscuro, se las arregló para colocar grácilmente todo el énfasis de la presentación en las partes cantadas por Tracy Chapman. La cara de Luke reflejaba lo que, al menos desde mi sofá, lucía como admiración, reverencia, y emoción apenas contenida ante la oportunidad de compartir escenario con su ídolo musical, una mujer negra queer, y cantar junto a ella una canción que fue un himno lésbico de los 80, pero que Luke recuerda como su canción preferida desde que, de niño en North Carolina, viajaba en el Ford F-150 de su padre, y este insertó en la reproductora un cassette con la versión original de “Fast Car”. Lo segundo que me vino a la mente fue el increíble parecido físico (salvando la estatura) entre Luke Combs y Shane, uno de mis compañeros de trabajo durante mi período en Virginia.
Durante esa etapa, en algunas ocasiones me enviaban a Maryland, el estado vecino, a trabajar con los obreros fijos de la compañía (el grupo con el que yo me movía regularmente era subcontratado). Solo había otros dos trabajadores que vivían en la misma área que yo, y me correspondía regresar con ellos. Estos eran Julius, uno de nuestros supervisores generales, un hombre negro en sus 50, con dreadlocks canosos, que solía autodenominarse como “black redneck”, y Shane, un gigante rubio de 21 años, 2 metros de estatura, 300 libras de peso y una fuerza descomunal. Los dos habían estado presos con anterioridad, Rufus por tráfico de drogas, y Shane por asalto agravado, cuando aún era un adolescente. Según mis otros colegas hispanos, Shane era el único gringo del grupo que realmente trabajaba duro. Julius, usualmente rudo y sarcástico con todo el mundo, incluidos sus jefes, trataba a Shane de manera cariñosa y casi paternal. Cuando se acababa el trabajo de la jornada, era a él a quién primero le avisaba: “Shane, boy, we’re done for the day. It’s time to go home”. Ambos eran fanáticos a la música country contemporánea, y eso era lo que escuchábamos durante el camino de regreso. Es muy probable que, sin yo saberlo, hayamos escuchado música de Luke Combs alguna vez (todo el country contemporáneo, salvo par de excepciones, me suena exactamente igual: pick-up trucks y cerveza, tipos en camisas de cuadros y gorras de béisbol lamentándose de cómo una rubia trashy les rompió el corazón). Casi siempre, en algún tramo de la Baltimore-Washington Parkway, Rufus prendía un porro, y nos lo pasábamos en silencio, quizás pensando en cosas pasadas o presentes, o sin pensar nada en absoluto. A veces me pregunto qué será de Shane, Julius, Andrés, Antonio, y el resto de mis antiguos colegas. Cuántos miles de millas más habrán rodado por encima de carreteras húmedas rodeadas de vegetación raquítica, bajo un cielo gris. No conservo el contacto de ninguno de ellos.
Leaving New York
Aquella escena hacia el final de El bueno, el malo y el feo en la que Tuco corre en espirales histéricas a través de un cementerio, buscando la tumba en la que estaba enterrado el oro, siempre me ha parecido una de las secuencias audiovisuales más poderosas que haya visto. El éxtasis del oro experimentado por Tuco no es más que una mutación temporal de ese estado de agonía perenne que es la codicia. A pesar de las experiencias y vistas invaluables que acumulé durante seis meses (otoño e invierno) en New York, creo que la imagen más corpórea que me llevo de esta ciudad es la codicia, y mi relación con ella. No estoy seguro aún de qué es la codicia, si sentimiento, deseo, rasgo moral, pecado, o todo ello junto. Lo mejor que puedo hacer es describir cómo la experimenta mi cuerpo. Es una especie de crepitar en el bajo vientre, “una sorda hoguera de llamas minerales y oscuras embestidas”, tomando prestada la metáfora que usa Miguel Hernández para referirse a la noche. Sus efectos físicos y mentales más específicos se manifiestan de maneras variables. Es casi imposible mirar el skyline de Lower Manhattan, ya sea a través del Hudson o del East River, y no sentirlo. Y no me refiero al estupor y la emoción de estar en un lugar tan famoso, icónico y cautivador, sino a esa sensación que provoca mirar cómo en el espacio de unas pocas millas se concentran buena parte del poder, el dinero y las influencias que rigen al mundo. Imagina cuán competitivo es dicho espacio, hasta qué punto ser dueño de unos metros cuadrados del mismo es un indicador de que tu vida es diferente, de que tú, o tus antepasados, a base de inteligencia, esfuerzo y argucias, haciendo el bien o el mal -o ambas cosas a la vez- lograron colocarse por encima de sus congéneres, al menos en lo que respecta a saber trepar los escalones de la pirámide social, un camino empinado que, me imagino, debe tornarse más despiadado y solitario cuanto más se avanza en él.
Mi tiempo en New York traté de emplearlo principalmente en visitar librerías, cafés, y deambular por Manhattan y Brooklyn, que es exactamente lo que deseaba hacer desde hace muchos años. Por una combinación de suerte y perseverancia, un tiempo antes había encontrado empleo remoto en una compañía de software que se dedica a producir conjuntos de datos usados para entrenar inteligencias artificiales generativas. Mi formación en educación superior y humanidades me ha sido de ayuda en mi tarea, que consiste en manipular versiones experimentales de modelos de IA, y enseñarles a comprender mejor algunas cuestiones como las sutilezas estilísticas, la manipulación de datos contextuales, y la comparación fáctica (es sabido que las IA tienden a alucinar). En el nivel en el que se desarrolla mi trabajo, la mayoría de las operaciones se producen usando lenguaje natural, con algunos elementos de lógica formal. Este es un proyecto de escala considerable que incluye a un buen número de graduados de humanidades esparcidos por todo el país, alimentando con datos especialmente curados los cerebros artificiales de robots cuyo fin último es reemplazarnos, o al menos, reemplazar nuestra labor. Es un trabajo mentalmente agotador y desafiante, y, si nos ponemos apocalípticos, consiste en una manera de acelerar nuestra propia obsolescencia. No obstante, es bien remunerado, y ya no hay forma de detenerlo, los robots seguirán absorbiendo lo mejor y lo peor del conocimiento humano, sea para bien o para mal. De cualquier manera, fueron estas circunstancias las que me permitieron costearme una temporada en New York; vivir en Bushwick junto a los hipsters y artistas fracasados empeñados en “lograrlo” en la gran ciudad -por supuesto, con la ayuda de sus padres ricos en Illinois u Oklahoma -, y los tech-bros a comienzos de sus carreras en tecnología financiera, cuando aún no se pueden permitir vivir en Williamsburg, Greenpoint o el Upper East Side. También junto a latinos, principalmente dominicanos y boricuas, cuyo número se va reduciendo poco a poco, y que se aferran orgullosamente a lo que solía ser su barrio, el cual, como tantos otros en Brooklyn, se va tornando cada vez más gentrificado e incosteable.
En New York, la codicia se respira en el aire, es casi imposible evitar que se te meta bajo la piel. De pronto, me encontré todas las mañanas leyendo los principales medios financieros; Bloomberg Business News reproduciéndose de manera perenne en el fondo mientras trabajaba. Me abrí una cuenta de inversiones y empecé a considerar cuidadosamente en qué acciones de la bolsa me convendría invertir. Nunca comenté nada de esto con nadie, supongo que una parte de mí se avergonzaba. Al principio todo era como un juego, pero eventualmente comencé a sentirme un tanto deprimido, no hay lugar como New York para recordarte que no importa cuánto dinero hagas, nunca será suficiente. Mis intuiciones a la hora de invertir en acciones prometedoras resultaron estar acertadas, todas incrementaron sustancialmente su valor en el transcurso de unos pocos meses. Pero nunca tuve suficiente dinero para invertir hasta el punto en que dichas ganancias impactaran significativamente mi vida. Después de un par de correcciones del mercado, era obvio que los modestos retornos que había obtenido iban camino a evaporarse, así que vendí todas las acciones, quedándome con una magra ganancia, y una decepción plúmbea. La causa de esta última no la sé bien, quizás tiene que ver con cierta percepción de mediocridad difícil de sacudir: el hecho de que no llegué a persistir en una apuesta hasta ganarla o perderla, sino que, en cambio, me di cuenta de que había intentado meterme en un juego en el cuál no soy capaz de competir. Lo acepté pronto, no sin cierta amargura, y me retiré a tiempo. Todo esto resulta bastante anticlimático, a decir verdad, sin embargo, de esta fase extraña de mi vida se me quedaron ciertos hábitos de observación. Por ejemplo, de un vistazo a través de la multitud en las aceras de Manhattan, era capaz de clasificar a alta velocidad y en tiempo real a ejecutivos de Wall Street, abogados, programadores, trust fund kids, sugar babies de cualquier género, artistas, e influencers de fitness o lifestyle que viven hacinados en algún cuarto del tamaño de un closet, en barrios como Soho, Nolita o Chelsea. Como una versión más superficial e inútil de aquella habilidad que poseía Cypher para visualizar las imágenes de personas simuladas con solo mirar las líneas de código binario que las identifican en la Matrix. Curiosamente, la única celebridad con la que recuerdo haberme cruzado en la calle fue Bar Refaeli; después de unos segundos tratando de identificarla, la información que produjo mi cerebro fue “ah, la ex de Leonardo DiCaprio”.
Durante los primeros días de 2024, una cartomántica bastante famosa me hizo mi primera lectura de tarot en una librería de Williamsburg. Hay un detalle de nuestra conversación que recuerdo particularmente: según ella, la magia y el azar han estado abandonando New York. Es un lento sangrado, que ella ha podido notar particularmente en las últimas dos décadas, y que le resulta aún más evidente, por contraste, cuando visita otras mega urbes como Ciudad de México o Bangkok. Rememorando nuestra conversación, también me vino a la mente que, además de visitar librerías y lugares famosos, mi deseo de visitar New York estaba en gran medida inspirado por Thomas Pynchon. El New York de novelas como V y Bleeding Edge es un sitio a la vez mágico e hiperreal, mi objetivo era empaparme de la ciudad que había inspirado dichas visiones, y escribir un ensayo-homenaje a Pynchon. Esto no sucedió, principalmente porque mi experiencia en New York, aunque maravillosa y memorable a su manera, no ha sido muy pynchoniana, que digamos. O quizás la ciudad ya no es aquella de Pynchon. Tampoco se me pareció mucho al New York de Paul Auster, o el de Scorsese. Aunque hubo un par de escenas breves que, podría decirse, poseen un espíritu afín. Por ejemplo, una noche, después de haber consumido ambos unos edibles particularmente potentes, mi amiga se paró frente al espejo de mi cuarto, y empezó a decir que su cara se había dividido en dos, y que ella misma era dos personas a la vez. En ese momento me acordé de una escena de Inherent Vice en la que ocurre algo prácticamente idéntico, y me entró un ataque de risa tan fuerte que casi temí por mi vida. En otra ocasión, a una anciana que estaba cerca de mí en la parada del bus se le cayó un objeto; cuando me agaché a recogerlo para ella, mi línea de visión quedó a la altura de su cintura, y la vi sacar del bolsillo de su abrigo un naipe atravesado por un alfiler enorme. Antes de volver a ocultarlo, lo acomodó en el centro de su mano arrugada y lo volteó en mi dirección: era el siete de espadas. Me invadió una sensación muy rara y le devolví el objeto (una bolsa pequeña que contenía algo blando), tratando de discernir en su rostro algún significado para lo que había visto, pero ella se desentendió de mi presencia.
En Goodbye To All That, Joan Didion cuenta su experiencia siendo una joven acabada de llegar a New York, estando aún prometida a un muchacho que la esperaba al otro extremo del país, con quien nunca llegaría a casarse. Al cabo de unos días, ella era consciente de que su plan inicial de permanecer en New York solo por seis meses era una quimera, la ciudad era un vórtice en el que habría de sumergirse, y ya no podría marcharse hasta muchos años después. Recuerdo mis primeros días en la ciudad, en los trenes de la ruta J o L entre Manhattan y Brooklyn viajaban muchachas que lucían como las integrantes de boygenius, y casi siempre iban leyendo algún libro de Joan Didion o Susan Sontag. Es probable que la mayoría de los que viajamos en esos trenes hayamos llegado allí sin una idea clara, esperando que la ciudad, con su entropía a veces brutal, nos coloque donde pertenecemos, nos muestre nuestro lugar en el mundo. Por momentos, pensé que New York se convertiría en mi nuevo hogar. No obstante, circunstancias de fuerza mayor me obligaron a irme, después de seis meses. Mi plan era ocuparme de ciertas cuestiones en Florida y regresar rápido. Sin embargo, con el paso de los días esta idea tiene cada vez menos sentido para mí. El ensayo de Joan Didion al que me referí antes posee un íncipit memorable: “Es fácil ver los principios de las cosas y no tan fácil ver los finales”. A mí siempre me ha sucedido al revés.