Por David Noria
Christopher Lasch y Cornelius Castoriadis, La culture de l’égoïsme, epílogo de Jean-Claude Michéa, traducción del inglés Myrto Gondicas, París, Climats, 2012, 104 pp.
Historiador de la cultura, Christopher Lasch (Nebraska, 1931-Pittsford, 1994) realizó estudios en Harvard y Columbia y coronó una larga carrera como profesor en las universidades de Rochester y Iowa. Fue un autor prolífico y su ensayo más conocido es el póstumo La rebelión de las élites y la traición a la democracia (1995). En sus escritos, la sociedad estadounidense y, por extensión, los países globalizados pudieron leer su autocrítica desde las entrañas mismas de la nueva Roma. No es dato menor que Lasch fuera consejero del presidente Jimmy Carter, ese Marco Aurelio en cuyo mandato (1977-1981) se hizo un llamado en el desierto a la sensatez, a la responsabilidad y, en definitiva, a la decencia de un imperio presa de su desmesura. Por su parte, Cornelius Castoriadis (Estambul, 1922-París, 1997) –mejor conocido que Lasch en el mundo de habla hispana gracias a Octavio Paz– llegó a las cimas de la academia francesa siendo un meteco, y desde su cátedra en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales prosiguió un proyecto de refundación conceptual plasmado en La institución imaginaria de la sociedad (1975). En su reciente Saga de los intelectuales franceses (2023), nuestro amigo François Dosse lo coloca en un puesto de primer rango en la historia intelectual de la post-guerra.
De un diálogo público que sostuvieron Castoriadis y Lasch durante una emisión de radio en Inglaterra en 1986, transcrito y publicado en Francia como La cultura del egoísmo (Climats, 2012), es posible subrayar ciertas ideas axiales para entender nuestra época. Antes que nada –proponen los interlocutores con ánimo socrático–, disipemos equívocos: el Estado no es una emanación del pueblo. La tradición de pensamiento político del siglo XVII, que sentó las bases del desarrollo posterior, reconoce que, si bien el Estado debe proteger al ciudadano, éste a su vez debe defenderse del Estado. El “sujeto”, recuerda Castoriadis, tiene que “arrancarle” sus derechos al Leviatán. De ahí que, como en la tradición de las audiencias de corte, la concepción de la política haya terminado por adoptar plenamente la forma y los métodos del lobby,“acuerdos de vestíbulo”: nótese a qué categoría queda rebajada la política en la fraseología anglosajona. La “sociedad civil”, en consecuencia, se conforma como grupos de presión aglomerados alrededor de intereses compartidos entre sus miembros, pero en definitiva intereses particulares y privados respecto al conjunto de la sociedad, cuyo rumbo y significados globales permanecen en poder del Estado-Yo Soberano o, en su defecto, del Mercado. Por lo demás, la sociedad en su conjunto no le merece mayor interés a dichos grupos, asociaciones no gubernamentales, venales, prebendarias y las más de las veces investidas de una pseudomisión teleológica que no puede recordar sino a las sectas, con todo y sus métodos de cooptación y censura. Así, los senadores y diputados, los representantes, dependen en gran medida de cenáculos iluminados que los designan para cubrir cuotas. Estamos ante el fenómeno bien constatado de la atomización de las “demandas”. Predomina pues una práctica de la política como una “combinación de intereses opuestos”, siendo el Estado moderno, en lo fundamental, una derivación de las viejas monarquías europeas (conclusión similar a la que llegó Pierre Clastres en sus trabajos de antropología política). Proyectos democráticos propiamente dichos han sido marginales en la historia, y las restauraciones, incluso bajo la forma de repúblicas, no se han hecho esperar. O, para decirlo rápido, el paradigma monárquico se travistió de república democrática.
Más adelante, Lasch observa que el procedimiento que legitima a los grupos de interés es la victimización. El régimen político y la cultura actual exigen de sus sujetos, para acordarles concesiones reales o imaginarias, que se asuman como agredidos, atacados, violentados, si no en un plano individual, sí en tanto miembros de un supuesto grupo al interior del cuerpo político. Como se puede constatar, el procedimiento de la victimización se ha exacerbado en los últimos años. No hay medio de comunicación –esas fábricas bulímicas de la “información”–, ni universidad, museo o institución pública que no regurgite victimizaciones constantemente. Cabe preguntarse, ¿es esto sano? Nietzche y Ortega y Gasset, por no mencionar a los psicólogos, tendrían no poco que decir sobre esta “constitución moral”, este ethos “descendente”, triste; dialéctica sadomasoquista, en la que uno vale en la medida en que sufre y recibe retribución por su sufrimiento, o daña, reconoce su daño y gana una supuesta purga ética. Esta lógica, por supuesto, actúa también en el plano meramente individual e interpersonal: su propaganda son las películas y series que dan la pauta.
Si Freud postulaba en El malestar en la cultura (1930) que toda sociedad produce neurosis en sus miembros por el proceso de civilización-domesticación, Lasch intentó caracterizar el estado de patología permanente de nuestro tiempo en libros como La cultura del narcisismo (1979). Este malestar contemporáneo está ligado a la tercera idea fuerte de este diálogo: la desmaterialización de la sociedad de consumo. Lasch advierte que los productos son cada vez de menor calidad, con una caducidad programada (obsérvese el desenfreno de cambiar de iPhone cada año), y que, en última instancia, hay una tendencia creciente a comprar productos inmateriales: el internet ha hecho de la imaginación un mercado de fantasmagorías. Por otro lado, hasta el propio dinero tiende a volatilizarse: en Europa pronto desaparecerá el efectivo. Y bien, frustración y un cierto carácter alucinatorio marcan al individuo de esta época, sometido a realidades impalpables, audiovisuales y precarias por oposición a la realidad concreta, encarnada y duradera. Para prueba: mucha gente pasa en promedio ocho horas frente a la pantalla de su teléfono; sus niveles de atención no alcanzan los tres minutos. Por supuesto, esta crítica a la sociedad de consumo se dirige contra la justificación que la sostiene. “El ideal del consumidor soberano, dice Lasch, presupone a un individuo capaz de utilizar con conocimiento de causa las posibilidades crecientes de la tecnología, más que de convertirse en su juguete. Y lo triste es que el consumo considerado como cultura, y no como la simple abundancia de bienes, parece tener por resultado que las personas son juguetes pasivos de sus fantasías… Creo que incluso la ciencia, que hasta ahora pasaba por uno de los principales medios para propiciar una visión del mundo más racional, más realista, aparece en nuestra vida cotidiana como una sucesión de milagros tecnológicos que hacen que todo sea posible. En un mundo en el que todo es posible, en cierto sentido nada es posible.”
¿Es esta la época de la cientificidad y la razón? Castoriadis se refiere en este punto a la “descosificación” del mundo, y Lasch aduce el concepto más general de inestabilidad (no habría que olvidar el sentido original de la palabra “virtual”: algo que puede o no estar). La inestabilidad alcanza sus dimensiones más amplias en lo que se denominó pomposamente en Francia “presentismo”, pero que Castoriadis, con su franqueza habitual, llamaba “ausencia de proyecto”. Así, los horizontes políticos, cuando no se reducen a la administración, son irrisoriamente cortos, sometidos al ritmo de las elecciones en la mayoría de los países de Occidente u occidentalizados. Acaso sólo el ecologismo aspire todavía al rango de “proyecto universal”, aunque preconizado justamente por los países más contaminantes y en muchos casos en penuria de minerales fósiles. Como sea, en el plano individual la inestabilidad toma la forma de un repliegue evidente, sobre todo en los países ricos, con sus corolarios de insatisfacción, depresión y letargo. Los jóvenes no encuentran sentido en su trabajo, por bien remunerado que sea: no es infrecuente constatar los cambios más disparatados entre los hijos de las familias burguesas (la famosa alternance), que un día son empresarios, mañana recogedores de basura y después panaderos, profesores de liceo o policías indistintamente, eso sí, siempre con vacaciones en un país tropical de junio a septiembre. Para terminar, agrega Castoriadis: “Tomen por ejemplo la Plaza de la Concordia o Picadilly Circus, o incluso Nueva York en horas pico: tienen un millón de individuos ahogados en un océano de cosas sociales, son seres sociales, en un lugar social, y están completamente aislados, ¡se detestan unos a otros, y si tuvieran el poder de desintegrar los autos que están frente a ellos, lo harían!”.
Salimos de la lectura de este libro y –hay que decirlo– de la observación empírica de Europa, con una paradoja insidiosa: en los países de abundancia material, en lo que toca al horizonte humano se vive al día, se sobrevive.