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Revista de Literatura, Artes y Filosofía

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por: Mariano David RosalesPublicada el julio 24, 2025julio 25, 2025

Ventanas

Por Mariano David Rosales

El edificio en el que vivo tiene un patio interior que es como la mayoría de los patios interiores de los edificios de departamentos, dan la impresión de haber pasado por unos mejores días que nunca existieron. Las paredes son de un gris sucio, manchadas por los materiales que expele la ciudad cuando respira. Los costados bajan vertiginosamente hasta un patio deslucido que alguna vez tuvo baldosas rojas. Cada tanto veo salir a la señora Rosa a sacar la ropa. En realidad, no sé cómo se llama, pero ese fue el único nombre que se me ocurrió para una mujer que sale con camisón, pantuflas y ruleros en pleno siglo XXI. Frente a mí vive una pareja de colombianos, el muchacho es alto y moreno, de contextura fibrosa. Ella es de la misma tonalidad, esbelta y en su cabeza tiene una mata cobriza de rulos salvajes. Esa mañana abrí las persianas esperando verlos preparándose el café o el desayuno, con lo que me encontré, en cambio, fue con un hombrecito pequeño de una apariencia totalmente olvidable pero que, paradójicamente, me resultó familiar. Me llevó unos segundos darme cuenta de que esa apariencia olvidable era mi apariencia olvidable. Creo que me costó reconocerme por el traje, yo no uso traje.

Lo segundo de lo que me percaté fue que ya no estaba viendo la cocina de la pareja colombiana, estaba mirando por la ventana de un dormitorio, uno demasiado espacioso para corresponderse con las claustrofóbicas dimensiones del edificio en el que llevaba viviendo una buena cantidad de años. Se podían ver los pies de una cama y un costado de lo que debía ser una cómoda con espejo porque el otro clavaba la vista sobre esta mientras se ajustaba la corbata. Detrás de los pies de la cama se podía ver media puerta, una que, supuse, llevaba a un pasillo.

Mientras se preparaba para salir, no pareció que le importara la mirada indiscreta al otro lado de la ventana. Continuó anudando la corbata hasta que se vio satisfecho con los resultados. En voz alta le preguntó la opinión a algún interlocutor que escapaba de mi rango de visión. No me llevó demasiado tiempo saber de quién se trataba porque se acercó para tomarlo por la espalda. También la conocía, pero no podía ser la misma Alba que había visto hacía tan solo un par de semanas, totalmente agotada por lidiar con aquellos hermosos trillizos que sufrían déficit atencional. No, esta versión reluciente y sin ojeras mostraba acentuados los rasgos que hacía mucho tiempo, cuando era casi un niño, me habían enseñado el significado de algunas palabras que correspondían al lejano mundo de los adultos.

Los observé durante dos semanas enteras. La ventana permaneció abierta para no deshacer el prodigio. Jugué con las posibilidades, me distraje imaginando su empleo, el momento en el que él se atrevió a dar ese beso, el viaje que se había animado a hacer, los muros que había escalado y las situaciones que había enfrentado saliendo victorioso.

Verlos se volvió una parte agradable de mi rutina, hasta el punto de que descuidé mi trabajo. También perdí interés en saber si Julieta, la del cuarto, se había arreglado con su esposo o si Geranio, del segundo, seguía regando las plantas a las siete y media, casi religiosamente. Esperaba pacientemente verlos entrar por la puerta del fondo, generalmente para hacer algo sin importancia, como agarrar alguna prenda de ropa o buscar algún otro objeto. Lo más interesante siempre venía a la noche cuando podía ver el ritual antes de entrar en la cama o a la mañana antes de salir a algún trabajo, que imaginaba perfecto. Ellos nunca cerraron la ventana o mostraron algún tipo de reparo para que yo no los espiara, ni siquiera para hacer el amor.

Empecé a sentir cierta envidia. Quizás este era el lado falso, habitado por una versión retorcida e imperfecta de mí mismo que estaba destinada a observar aquello que habría podido llegar a ser.

Al final de la segunda semana fui testigo de cómo entró sonriendo al dormitorio con Alba agarrada de la cintura. Charlaron un rato, ella abrió la puerta del pasillo y le tiró un beso volado antes de cerrarla. Él apagó la luz y se acostó, esta vez sin compañía. Apagué la luz y me dispuse a imitar a mi contraparte, pero empecé a oírlos. Al principio débiles, y después más fuertes. Eran sollozos, eran mis sollozos. Cerré la ventana.

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