Por David Noria
El azar me condujo hacia ustedes, las circunstancias y una inclinación secreta me retuvieron cerca de ustedes. He tomado parte en sus trabajos y en sus alegrías; mis pobres conocimientos fueron puestos a su servicio.
Goethe, Años de aprendizaje, IV, III
Don Carlos Ometochtzin, don Pablo Nazareo y don Antonio Valeriano. Acostumbrémonos a estos tres nombres; una nueva historia de México está llamada a escribirse con sus palabras. Son nuestros caciques latinistas; políticos y escritores de una Nueva España en plena, fecunda y dramática formación; señores principales que meditaron y actuaron sobre su mundo, y que nos dejaron testimonios escritos de un periodo mal conocido por los propios mexicanos (excepción hecha de los especialistas, pero ¿no es éste un tema de interés nacional?); periodo sobre el que la educación oficial ha echado el cemento de prejuicios modernos, o peor, la losa del silencio, sin antes haberse tomado la molestia de escuchar a sus protagonistas.
Pero ¡qué lejos estaban entonces de un mundo de cemento y de silencios! Cuando los indios hablaban latín (Quand les indiens parlaient latin, Fayard, 2024) del historiador Serge Gruzinski trata de la “colonización alfabética y mestizaje en la América del siglo XVI”. La silueta de estos tres hombres y, sobre todo, sus voces, se levantan de esta obra que ha merecido apenas en un año numerosos premios de la academia francesa, y cuya traducción al español no ha de tardar. Devolverle la voz a quienes, lejos del mutismo y la indolencia, dominaban el náhuatl u otras lenguas mexicanas, además del español y el latín, y que poseían una doble erudición del mundo indígena y del Renacimiento –de los que nosotros somos ya dos veces huérfanos–, he aquí la provocadora hazaña de Gruzinski, a quien seguiremos para glosar a nuestros nuevos amigos.
Don Carlos Ometochtzin nació alrededor de 1510, hijo de Nezahualpilli, rey y profeta de Texcoco antes de la Conquista, y nieto de Nezahualcóyotl. En 1524 fue bautizado en la casa de Hernán Cortés por el franciscano flamenco Johann Dekkers; siguió el catecismo, que después ayudó a enseñar entre su comunidad. Pudo pretender al trono de su ciudad estado, pero en 1539, alrededor de sus treinta años, fue denunciado por otros indios ante la Inquisición. El cargo, herejía naturalmente. En el fondo, don Carlos era un enemigo disimulado del cristianismo. Educado en su niñez en el rito antiguo –y retoño además de un linaje sacerdotal–, la cruz debió resultarle poco menos que inaceptable, a pesar de haber memorizado, como consta en su proceso de Inquisición, el Pater noster, el Ave Maria y el Credo en latín. “¿Qué es esta divinidad? ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¿De dónde viene? ¿Qué enseña?; los cristianos no tienen ninguna certeza; las cosas de Dios son viento; vacío”, lanza nuestro cacique. (¿No es esto nada menos que la laicidad avant la lettre? La naciente Nueva España ve surgir formas radicales de modernidad.) En cambio, algo más exasperado, don Carlos predicó por “la palabra que sigue la antigua costumbre de nuestros ancestros”, haciendo referencia a las ceremonias de la aristocracia indígena. Con la mayor naturalidad declara que “las leyes que ellos observaban eran buenas y sus dioses verdaderos”.
Hermano perdido de Montaigne, don Carlos Ometochtzin concibe, en palabras de Gruzinski, un “sorprendente relativismo religioso”. “Que cada uno –dice don Carlos– siga a su gusto la ley, las costumbres y las ceremonias que quiera”. (Dejemos apuntado al margen el hecho de que los indígenas eran polígamos, y que los conquistadores les impusieron la monogamia.) No cuadraba pues aquel primer “liberalismo” de don Carlos con los tiempos, y diremos que la política lo perderá. Ante las sospechas que pesan sobre él, su sobrino tlaxcalteca Lorenzo de Luna es nombrado cacique con apoyo de los franciscanos. Entonces se le suelta la lengua: los españoles –denuncia don Carlos– “nos destruyen, nos perturban y viven a nuestra cuenta; los tenemos sobre nuestra espalda y nos esclavizan”, a lo que sigue una orgullosa reivindicación de su pueblo: “nadie debe igualarse con nosotros; esta tierra es nuestra”. Don Carlos fue quemado en la hoguera de la ciudad de México en 1539.
Don Pablo Nazareo, natural y cacique de Xaltocan, nació después de la Conquista. Contrajo matrimonio con una sobrina de Moctezuma, accediendo al linaje reinante en Tenochtitlan –que, recordemos, seguía vigente y en funciones mucho después de la toma de la ciudad. El mundo indígena no se detiene en 1521. Don Pablo se convirtió en un mediador privilegiado entre la aristocracia indígena y los funcionarios españoles. Educado desde joven por los franciscanos, enseñó en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, de quien él mismo se llama “fundador”. Más que eso, llegó a ser el rector del Colegio. Alonso de Zurita, el oídor cordobés en Nueva España, refiere que don Pablo “se dedicó con ahínco durante muchos años a enseñar el latín a los indios, pues era un latinista, retórico y filósofo sin par, un excelente poeta, hombre virtuoso y buen cristiano”. Se dedicó a traducir a su lengua sermones y textos litúrgicos. “Me esforcé –dice don Pablo– por traducir con mucho cuidado obras que, con la aprobación de la gente docta en teología y expertos en nuestra lengua, circulan por todas partes en casi todas las manos de los predicadores regulares y seculares, que aprovechan nuestro trabajo y el fruto de nuestro sudor para ser útiles a numerosos habitantes de las Indias”.
Don Pablo Nazareo, consciente de su alta dignidad y responsabilidad, escribió cartas en latín a Felipe II. Se presenta a sí mismo y a su pueblo como amicissimi Hispanorum (“aliados de los españoles”) y aboga por la pacificatio de la nación novohispana. Ventila las usurpaciones de los encomenderos y denuncia al poderoso español Alfonso de Ávila de Alvarado, coludido con su hermano en un complot. La carta en latín a Felipe II “es del 17 de marzo de 1566; los dos hermanos fueron arrestados cuatro meses después”. ¿Cómo no habría de llamar la atención del monarca una carta con un exordio como éste?: “Puesto que el emblema de tu justicia real, Príncipe siempre invicto, proviene de un don de Minerva y que tu genio de rey te incita a mirar con un ojo compasivo nuestros mensajes, tal como Febo que ilumina el mundo entero con su misericordia, ten a bien explotar la piedad y la humanidad que depositó en ti el Dios supremo y altisonante en las alturas, tú que pasas por ser el más afable con todos a causa de tu misericordia, cuyos rayos relucientes se difunden hasta la Nueva España…”. Lector de Ovidio y traductor de la Biblia, don Pablo Nazareo, como señala Gruzinski, tuvo conciencia de su tradición doblemente pagana –india y grecolatina–, así como de su lealtad al mundo cristiano. Si bien se dedicó, como él mismo dice, durante 37 años a extirpar a los ídolos antiguos, aprovechó su posición y su cultura europea y mestiza para abogar por los suyos: es el representante de los novi homines (“nuevos hombres”), fórmula que el propio don Pablo utiliza para referirse a los indios y mestizos novohispanos, y en que Gruzinski ve con claridad el emblema del Renacimiento en América.
Por último, don Antonio Valeriano, “la figura más importante del mundo político indígena en México en la segunda mitad del siglo XVI”, nació también después de la Conquista. Fue hijo y nieto de grandes señores. Su padre, Francisco de Alvarado Matlaccohuatl, había formado parte de la delegación de la nobleza mexicana que viajó a España en 1532 y que se entrevistó con la emperatriz Isabel de Portugal, en el momento en que Carlos V había partido al rescate de su hermano Fernando de Austria, asediado por los turcos. Don Antonio creció con plena conciencia de los dos mundos; destacó como alumno en Tlatelolco; se casó con una nieta de Moctezuma II, y llegó a ser gobernador de Azcapotzalco en 1565. A partir de 1573 fue nombrado gobernador de Tenochtitlan, el cargo más alto de la república de indios, sobre la que reinó con título y dignidad de tlatoani hasta el fin del siglo. Hizo frente a la epidemia de cocoliztle; reorganizó el mercado; construyó el acueducto de San Juan. “Fue el hombre de Estado –recuerda Gruzinski– y el corresponsal apreciado de Felipe II”. Cervantes de Salazar escribió que “Antonius Valerianus no tiene nada que envidiar a nuestros latinistas; es buen conocedor de la religión cristiana y la elocuencia es su gran pasión”. Participó en la elaboración de la Historia general (1569) de Bernardino de Sahagún, obra de rescate y recopilación de la cultura indígena. Valeriano, gobernador de Tenochtitlan y gran latinista, murió en 1605. Fue contemporáneo y par de santa Teresa, Cervantes, Bruno y Montaigne.
Cuando los indios hablaban latín es una obra enciclopédica donde sus 16 capítulos restituyen un siglo XVI que marca nada menos que el punto de partida de la globalización. México-Tenochtitlan y los señoríos aledaños reciben la primera universidad y la primera imprenta del Nuevo Mundo; la llegada del alfabeto; la enseñanza del latín, el catecismo y la polifonía flamenca. Europa, por su parte, ve llegar a sus cortes mosaicos de plumas iridiscentes con motivos cristianos, caudales de oro y plata, libros impresos en lenguas desconocidas hasta entonces como la Psalmodia christiana en náhuatl publicada en México en 1583, por no mencionar productos sin los cuales no se podrá entender Europa en adelante como jitomates, pavos mexicanos (Carlos V exigía sus raciones a la mesa), maíz, cacao, tabaco y la papa andina que sustituirá la menguada dieta de rábanos del medioevo. Y entre los dos movimientos, el mestizaje de unos y de otros. Frailes que aprenden chichimeca o náhuatl y caciques latinistas; acueductos de raigambre romana bañando calzadas aztecas; los calmecac de canto y tradición oral acondicionados como escuelas de gramática; americanos abrazando el cristianismo profetizado por sus dioses y europeos dudando de su fe ante la revelación de un mundo insospechado por las Escrituras. Ante todo: este gesto impredecible y, en verdad, misterioso, de los invasores: enseñar a sus conquistados a manejar el arma predilecta y en definitiva más letal. No la espada; el latín. “El latín del siglo XVI –reflexiona Serge Gruzinski– es la llave indispensable para acceder a un patrimonio gigantesco enraizado en un pasado tan prestigioso como lejano. Conocer el latín significa dialogar con el mundo de los Antiguos y la memoria europea; tomar medidas contra el olvido; encontrar un cimiento en el tiempo que nunca vuelve sobre sus pasos. Abrir esta lengua a los indígenas era un gesto mayor, eminentemente político y con consecuencias incalculables” (p. 133). El antiguo “nosotros y ellos” se diluye gradualmente en las corrientes de un “nosotros” de tinta latina. México es por excelencia la sociedad mestiza; aún más, la primera sociedad globalizada en todas sus variantes y con todas sus consecuencias.
Arma de doble filo, por supuesto, esta colonización alfabética asegura el dominio del imaginario, pero dota a los indígenas y mestizos de cualidades absolutamente necesarias para integrarse e incluso descollar en esa nueva e ineluctable era, acomodándose o defendiéndose alternativamente, siempre reaccionando (“despabilar o perecer”); aquí nace también la brecha en América Latina entre quienes saben leer y escribir y quienes no. La alfabetización es la posibilidad y condición para sobrevivir, reflexionar y actuar en el mundo colonial y burocrático inaugurado por Europa; una Europa lejana, sin embargo, donde el ideal del arte y la belleza rigen bajo la cúpula del Renacimiento. En el siglo XIX Francia no enseñó latín a los bereberes. “La Conquista de México fue todo menos una efímera conquista predatoria” (p. 33).
Del historiador Serge Gruzinski (Tourcoing, Francia, 1949) puede decirse que le ha devuelto toda su novedad al Nuevo Mundo, al que no observaremos igual después de haber leído su obra; de él repetiremos pues, por habernos abierto los ojos, aquella frase que Alfonso Reyes dedica a von Humboldt en Visión de Anáhuac: “Ya lo observa un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el Renacimiento”.