Por Massimo Cacciari
Traducción José Alberto Fernández Simón
Post Scriptum I: Un-heimlich
(De “Carta II: El extranjero”)
¿Por qué no nos está dado poseer un lugar? Porque lugar-tópos no significa ‘contenedor’, no es una cosa simplemente-unívocamente definible. Lugar, enseña Aristóteles, es l’éschaton del cuerpo, aquello que el cuerpo ‘toca’ cuando alcanza su último fin-límite. ¿Pero dónde ‘está’ este último? Poseer establemente un lugar equivaldría a definirse perfectamente. Nadie puede decir qué cosa devendrá, dónde lo espera el télos. Entonces habitamos migrando. Civitas peregrinans la nuestra, que indagándose crece y de-lira. Ciudades prohibidas, en efecto, para nosotros, aquellas que se consagran en sus propios confines y se imaginan perfectas.
Me doy cuenta muy bien de que en la primera parte de mi carta he aludido a algunas ideas fundamentales de la tradición judeocristiana, dignas de un comentario más profundo. He hablado de Abraham pároikos kaì parepídemos, pero en Lv, 25,23 el Señor se dirige así a todo Israel, y al Israel que habita ya en la Tierra prometida. Pároikos en griego es prácticamente sinónimo de métoikos, y sirve para referirse a aquel que, aun residiendo establemente en un lugar, no goza de los derechos de ciudadanía. Su condición es la del extranjero huésped. Ahora bien, Israel debe saber que esa es siempre su condición; no solo en Egipto Israel deberá llamar a sus hijos Gerson, como hizo Moisés. Es David quien así bendice al Señor: extranjeros peregrinos somos frente a Ti, como lo fueron todos nuestros padres; los Setenta traducen: “porque somos pároikos frente a Ti y habitamos-como-pároikos (paroikoûntes) como todos nuestros padres” (1 Cr, 29, 15).
¡Cierto, también en Israel reside gente extranjera, como en todas partes, pero el hecho absolutamente distintivo es que en este caso el pueblo que hospeda declara ser también él un huésped!
Pero si incluso Israel en Israel es pároikos, toda la tierra deberá, en un final, ser considerada paroikía, lugar donde peregrinamos como “huéspedes”, o como aquellos a quien ha sido confiada. La “Primera Carta”de Pedro (2,11,) retoma textualmente el Génesis 23, 4: los exhorto, queridísimos, tamquam advenas et peregrinos (paroíkous kaì parepidémous) a que se abstengan de los deseos de la carne que guerrean contra el alma. No poseemos in hoc itinere «civitatem manentem» alguna (Eb,13,14). La “Carta a Diogneto”resume y concluye esta radical desacralización de la antigua pólis: para los cristianos «toda patria extranjera es su patria, y toda patria es extranjera»; ellos viven en la ciudad, pero como pároikos (V, 5). No se trata en lo absoluto de una ‘recuperación’ de la sabiduría cosmopolita helenística; el cristiano no es ciudadano del mundo, sino pároikos en todos los sitios; no en todos los sitios está ‘en casa’, sino que es extranjero y peregrino. Separado de cualquier identidad de éthnos o de génos, reside en un lugar solo de forma aparente. El sabio reside en sí mismo; ¡ay del cristiano que esté ‘contento’ consigo mismo!
¿Pero entonces? ¿Está absolutamente sin-lugar, átopos, esta persona quesacude el mundo tardo-antiguo desde sus cimientos? No, su ‘lugar’ es verdaderamente ese éscathon al que me he referido –el extremo que, de vez en vez, toca cuando anda. Por tanto, su propio lugar no puede ser otro que el puramente futuro, Civitas dei. Es este el im-posible que comprende todas sus posibles erranzas. Visto desde este imposible, visto sub specie Futuri, el errar del cristiano cesa de parecer el de un extranjero peregrino. Está clarísimo en Pablo, Ef, 2, 19: no son ustedes más xénoi ni pároikoi, sino conciudadanos de los santos y oikeîoi de Dios. Ustedes, en tanto creen, en vuestra fe, son casas de Dios. El lugar donde habitan como verdaderos ciudadanos (sympolítai) es vuestra propia persona reconciliada con Dios, a través de Jesucristo. No se tiene casa en la “tienda” que somos y que nos acoge mientras dure este éxodo, sino que la propia persona deviene tal solamente cuando alcanza su éschaton, su punto-límite, que es la fe en Jesucristo. Entonces, podemos habitar solo por la fe. Por la fe somos pároikos sobre la tierra, según el Nomos de la tierra, y al mismo tiempo polítai, oikeîoi en nosotros mismos, en el ‘lugar’ del alma donde Dios llama. Ya que Dios no habita ningún lugar definido, templo o monte, nosotros podemos ser sus oikeîoi solamente habitando el no-lugar de nuestra más abisal interioridad. Para ser aquí habitantes, debemos permanecer solamente como huéspedes y extranjeros peregrinos ‘fuera’.
Creo que sería arduo subvalorar el inmenso peso de esta “dialéctica” en el destino de ese no-lugar que es Europa. Todo intento de reivindicar en ámbitos territorialmente determinados, de someter en soberanías terrenas, la explosiva energía de los cives futuri de la Cristiandad ha producido y reproducirá siempre, hasta que solamente una de las lenguas europeas sea la hablada, las más violentas contradicciones. ¿Qué acaecería si cada soberanía territorialmente definida se desmoronase, si fuese realmente imposible cualquier distinción de éthos y de génos? Una vez que toda la tierra sea verdaderamente paroikía, ¿cómo podría existir el otro? Todos pároikoi significa ningún extranjero. Y ningún enemigo. Extranjeros, enemigos, lo serán solamente los “locos” que rechacen la universal philanthropía. Ninguna xenosophía será concebible ya que vendría a faltarle objeto mismo.
Y se recaería en la quintaesencia de la inspiración babélica. También los constructores de Babel eran pároikoi; tampoco a ellos les bastaba el oîkos terreno; era la civitas futura,allí en lo alto, su idea, el fin que determinaba su existencia. En tanto todos cives futuri, todos hablaban la misma lengua; cada piedra de sus construcciones fundaba el propio desarraigo. Habían olvidado la instancia separante que inspira el relato del Génesis: Dios crea al hombre macho-hembra, para después separarlo. Es bueno que uno tenga al otro de ayuda contra sí mismo. Doble es también el polvo del que está hecho el hombre: el terrenal profano y el de Jerusalén axis mundi.
Y un solo paso bastaría a estos cives futuri para creer, en cuanto tales, conocerse, poseerse, para caer en la misma idolatría de Israel apenas hubo considerado en su historia la Tierra prometida como una propiedad asegurada. Hacer de sí mismo un ídolo de la Tierra prometida, y habitarlo de esta forma, es completamente inevitable toda vez que se olvida que el pároikos es aquel que está constantemente abierto al encuentro con el huésped, el extranjero y el enemigo. La anulación de toda distancia en la universal paroikía supone la anulación de toda distinción y por tanto de toda idea de amistad. Si un único prado (nomós) es la Tierra, ordenada de acuerdo a una única ley (nómos), la distancia necesaria para el diálogo, el entre-tiempo necesario para la escucha, desaparece. Eliminar toda idea del lugar que somos, que nuestro cuerpo-mente es, reduce la idea de relación al discurso que calcula la distancia entre puntos equivalentes en un espacio entendido como pura forma a priori. Tampoco pároikos es sinónimo de nómade; pároikos es aquel que construye escatológicamente su propio lugar haciéndolo existir hacia el otro –y por tanto hacia el conocimiento de sí mismo, del Fin, del télos del Yo (Sé).
Deberíamos entonces pensar el lugar no solo como el extremo del cuerpo, sino como el límite último en el que toca lo irreductiblemente distinto de sí mismo. El otro no es pároikos como nosotros; es necesariamente otra la vía por la cual ha llegado a ‘impactarnos’. El suceso del encuentro no muta la naturaleza de lo que se distingue, al contrario, permite su manifestación.
Un-heimlich no es en modo alguno lo opuesto de heimlich, no es en modo alguno lo que destruye la casa, agrediéndola desde afuera. Todo Heim es Un-heim, porque toda casa, todo lugar “nuestro”, es tal solamente cuando “toca” aquello que no es. Solo porque así ek-siste en sí mismo.
Querido amigo, ¿recuerda cómo el gran Florenskij nos advertía sobra la sabiduría del lenguaje? En ruso drugoj significa otro y drug es amigo. “En la amistad” significa por ello estar con el otro —amar lo terrible que aparece en el rostro del prójimo, afrontar su noche
Post Scriptum II: ¿Epílogo?
(De “Carta III: Spes contra Spem”)
Sin embargo, querido amigo, ¿cuán difícil es escuchar el respiro de esta palabra del Señor en el tumulto definitivo del desvelarse de su potencia? ¿Pero cómo, por otra parte, más profunda y claramente, revelarle el hálito más profundo, el pneûma esencial? ¿Podrá alguna vez entenderlo el otro protagonista de nuestra obra, Satanás, que se presenta al inicio entre los hijos del Señor, aquel que habita el Jardín mucho antes que Adán y Eva, el Iblís coránico que ‘inventa’ el arte del silogismo para juzgar al Señor mismo? ¿Cómo es posible que el ‘lógico’ por excelencia calle al final? ¿Pero es posible imaginar una ‘respuesta’?
Cierto, es fácil imaginar una banal: «No pienso, Señor, que hayas sido honesto en este juego. No, no creas que resiento el hecho de que le hayas regresado todo a Job. No gozo ver sufrir a los hombres, al contrario, créeme, trabajo para salvar al menos alguno. ¿Y entonces? Simplemente, no estaba pactado que aparecieses. ¿Ha sido misericordia? ¿O más bien un irrefrenable deseo de exhibirte? ¿Qué necesidad tenías de hacerlo? ¿Qué has dicho a Job en tu autocelebración que ya no hubiese sido dicho? Nada añadiste a aquellas míseras cosas que el menos ingenuo de los ‘amigos’, el joven y fogoso Elihu, había ya pronunciado. (Y que lo ‘citabas’ un poco lo sabías, puesto que no lo aúnas a los otros en tu ira ni le exiges bueyes o corderos en sacrificio). Y por otra parte Job no había contestado las acusaciones de Elihu (¿o no lo diste el tiempo de hacerlo?) Que los hombres están enfermos de esquemas judiciales y retributivos, eso deberías saberlo. Y que Job es el único en permanecer inmune, es cierto. Pero Job quería verte. Quizás no que respondieras, pero sí verte. No pretende ninguna de tus “maravillas”; tu rostro es lo que quiere. ¡Y esto habrías tenido que negarle! Tal era el pacto: todo podía arrebatarle mientras yo no tocase su persona. Pero la única cosa que quería, la única que realmente quería, se la diste. La próxima vez me lo tendrás que jurar: permanece escondido, perfectamente escondido, haz que te crean así».
Sin embargo, Satanás podría también acusar aún más dolorosamente: «Comprendiste el deseo de Job y permitiste que se conociera per speculum, a través de tu espejo. Eres Abel –le has revelado–, la sangre de Abel que grita, y yo escucho este grito desde el inicio. Permaneceré siempre fiel a este grito y destruiré a aquellos que quieran callarlo. Pero nunca serás otro que Abel, y esto lo debes saber: que puedes conocerme solo como un aliento, un hálito inapresable. Yo ahora no me desvelo en lo absoluto a ti, sino que, justo en mi dóxa, me escondo, porque debes saber verme como un aliento, según la medida de quien tú mismo eres. ¿He comprendido bien? ¿Esto le has susurrado al oído mientras tronabas a los ojos del mundo? Pero, entonces, permíteme también a mí una pregunta: tú haces ver que no eres visible, tú demuestras estar oculto. ¿Pero no era yo el ‘lógico’? ¿Qué harás cuando seas ‘descubierto’? Te transformarás en esta ‘dialéctica’… te convertirás en ‘idea’. ¿O acaso también tú estás todavía buscándote? ¿Esto quieres expresar a través de las infinitas peripecias de tu Libro? ¿Estás probando? ¿Estás experimentando? ¿A través de esta multitud de hombres, de su variedad algo repugnante, es tu rostro lo que buscas? Si es así, ¿por qué no lo confiesas? ¡De qué peso te liberarías! O quizás, como ha dicho, creo, mi discípulo, debes aún advenir, ¿no eres más que una posibilidad?»
Usted me dirá: es ‘pecado’ hablar de ese modo, es decir, es radicalmente un errar. ¿Pero cómo es posible salir de la casa del Padre sin cometerlo? ¿Y cómo sería posible abandonarla verdaderamente si estuviésemos seguros de poder regresar?
Post Scriptum II: Israel
(De “Carta VI: Eros”)
Quisiera copiarle aquí otra carta, aquella sobre la philía que se halla en La columna y el fundamento de la verdad –no porque piense que usted no la conoce verdaderamente, sino por el placer de volver a escuchar, una a una, las palabras de Florenskij. Permítame, sin embargo, referirle cómo estas me han iluminado en lo que respecta al problema escatológico máximede Israel.
Si agápe indica la dilectio, la orientación de la voluntad al amor por el prójimo, y eros la pasión que arrastra en toda forma más allá de ella, hacia su origen inmemorable y su fin indecible, la relación entre el cristiano e Israel podrá ser dicha solo en los términos de la philía. Philía es el evento de un necesario co-pertenecerse. Ser el uno del otro suus. El cristiano es persona en cuanto ad alium, pero este otro es esencialmente-escatológicamente Israel. El cristiano no es ‘persona’ sin Israel. Ambos están destinados a formar una Duidad inextinguible. Pueden ellos solo llamarla amistad. Dios no cambia de parecer, no se arrepiente de su don; per-donar puede, removerlo no. De ese modo la Duidad no perecerá jamás. Todo Israel está a salvo. Todo Israel será amado. Y yo, Pablo (quien ardientemente desea y es deseado, ‘traduce’ Florenskij) soy israelita. Amo en mí esa unidad, en mí la ‘salvo’. Nada podrá anularla, ninguna abstracta unidad vencerla. Bini vocantur et bini mittuntur… ¿hacia dónde? ¿a dónde? ¿Hacia un Último aún concebido como Luz que anula toda diferencia? ¿Al triunfo del Uno? O, en cambio, ¿al ‘enviarse’ juntos de ambos al Inicio? Philía, entonces, se reuniría al eros: éros pneumatikós, amor spiritualis.