Por Ronald Abilio Noda
Todo queda en un reino de la posibilidad cuya delimitación estruja la historia y la convierte en una repetición infinita. La articulación de las calles del Londres de finales del siglo XIX marca de alguna manera esa zona lóbrega en que transitan el asesinato y el vicio como si danzaran en la perenne universalidad de lo humano. La cuestión abarca mucho más que el sentido que podamos dar a la configuración del East End londinense, el detalle epocal, locativo, conforma panorámicamente una actitud perceptiva más allá de lo individual. En el ámbito humano la muerte es una idea que no puede sostenerse a sí misma, con muerte queremos decir la posibilidad de la muerte, y esto conlleva una tipología específica; no hay, por tanto, muerte universal, solo muerte particular y en esto se signa el horror. El hombre puede aspirar a un largo catálogo de perspectivas, sin embargo, no puede resignarse a la incomprensión del misterio, ha de comulgar en el orden de lo efímero y la putrefacción y de allí parte una experiencia resolutoria que le lleva a inquirir los sentidos del acto, peripecia y ambiente que se esconde en lo cadavérico. El asesinato, de alguna manera, es la forma más específica que toma la muerte. Es, además, producto de su infamia, el centro de lo posible y gravita, a su vez, alrededor de un núcleo simbólico cuya realidad define la vida y con ella todo el espectro de lo humano. Sin embargo, ¿qué es más afirmativo del acto de matar que el callejón y el recoveco, lugares entrecortados donde el ambiente expresa la brutalidad de los pueblerinos hoscos y donde la luz carcome la pared en augurio de lo siniestro? Las calles de esos barrios bajos del Londres finisecular, que vieron la sangre y la cuchilla como el desayuno opaco de su prole raquítica, nos son incomprensibles, pero a su vez nos representan una moneda en cuyas caras apostamos todo el ruido de lo posible, sea esta un infinito indicio de lo que está más allá de nuestros límites.
Los asesinatos de Whitechapel no sobresalen en crueldad o en impacto social más que cualquier otro caso semejante, quizá su magnitud se empequeñezca ante las masacres políticas del siglo xx (el holocausto de la II Guerra Mundial y la eliminación sistemática de opositores por parte del régimen camboyano), pero estas muertes en un pequeño barrio obrero de Inglaterra suponen un hecho extraño en cuanto a su resolución y traslucen una fuerza ininteligible que abarca todo género de comprensiones. Los registros policiales sobre las muertes acaecidas entre 1888 y 1891 incluyen, al menos, once mujeres; todas eran, según se cree, prostitutas asentadas en la zona este. Las mutilaciones y el cuchillo no son inusuales en las calles recónditas, fortalecen en un sentido heroico las más rudas pasiones de los hombres, sin embargo, estas mujeres desfiguradas eran algo ciertamente extraño, y en ellas estaba la cara más temida de lo horrendo. En la noche se deslizaba un misterio que actuaba como el más divino sacramento, un sacramento malvado pero divino, a fin de cuentas, y su nombre correspondía a la muerte. Las relaciones inmediatas de Whitechapel quedaron transmutadas, pero también cambiaron las actitudes de Londres, de los grandes periódicos de la ciudad, del mundo. Los crímenes de Whitechapel se constituían, así, en un principio logogenésico, es decir, que la mera objetualidad de un suceso histórico iba adentrándose en la cultura total y por ello empezaba a adquirir características textuales que posibilitaban su descomposición significativa, se convertía en una logología[1] secular que adquiría características intramentales a través de las cuales se concebía un mundo. No era, de este modo, el asunto de los bajos fondos londinense un caso de asesinato serial, más bien era un fenómeno que ponía al hombre frente a frente con un mal impredecible e incontrolable del cual se sabía heredero en su calidad degenerativa.
Jack el destripador surge mucho después, el asesino no es el asesino sino un recorte de periódico, una caricatura o indicio policial, nos encontramos frente a una ontología[2] (quizá más adecuada seria la denominación poética) en donde el hecho se antepone y constituye al ser. Pero antes de Jack estuvo Mandil de Cuero y después está el amplio espectro de posibilidades, los sospechosos que se alzan como objeto de estudio de una ciencia, la ripperología. El caso de Jack condensa los asesinatos del East End, de modo que se va configurando una mitología, cinco de las prostitutas apuñaladas y deformadas presentaron rasgos similares en el examen de los peritos. El signo de asesinato es el oscuro elemento del arte policial, un corte en el cuello supone la existencia de un homicida, la desfiguración supone ensañamiento para con la víctima. Sin embargo hay algo que escapa de toda previsión policiaca, el asesinato y el asesino son un símbolo de lo absoluto, entrañan la posibilidad específica de la muerte y con esta el mal se hace patente y de allí surge el concepto de lo injusto[3]. El castigo se impone siempre en todo caso de injusticia, sin embargo, sin culpable no hay espacio para el orden de la justicia y de alguna manera se induce que no hay efectivamente un propiciador de la muerte, esto es una contradicción que se debe aceptar en la comprensión cabal de nuestros hipotéticos victimarios. El hallazgo de un delantal de cuero asociado a la escena del crimen tras el asesinato de Alice Chapman fue una declaración de búsqueda, un primer signo cultural que llevaba a una comprensión más amplia, se perfiló un asesino de los barrios bajos, un zapatero, quizá un judío. De a poco las revistas mostraron la pobreza, la brutalidad y la locura, pero más tarde fueron las historias fantasmales, el destino trágico de los habitantes indefensos de una ciudad que parecía ser el centro de la civilización.
Un siglo es en nuestra mente la completitud de unas formas orgánicas, unas maneras y modales, una tradición y un cuestionamiento efectivo, puede decirse que cada época actúa como una religión íntima de la que nacen las agonías individuales. El siglo XIX nos causa estupor, hallamos a su sombra una serie de actitudes que juegan con los límites humano y demoniaco, la era de los victorianos entraña una estructura literaria y es, a fin de cuentas, un modelo cultural. Charles Dickens y Robert Louis Stevenson, hay una danza entre la macabra circunstancia de los desposeídos y el abismo inconstante de lo fantástico. La logología secular de Jack y Whitechapel chocaba, aún lo hace, con la abarcadora logología de los victorianos para generar un principio común significativo, esto es un culturema cuya expresividad estética iba por el camino de lo incomprensible y lo horrendo. John Tenniel, el afamado dibujante, cuyos trazos son indisolubles del libro de Lewis Carroll, Alice in the Wonderland, publicó en el número de septiembre de 1888 de la revista Punch, la caricatura The Nemesis of the Neglect en que una figura espectral con un cuchillo encarna al asesino de Whitechapel como símbolo de lo ineludible y como una evocación política de los actos. El caricaturismo, como expresión estética de la sátira y esta última como resultado del crimen y todo lo corruptible, escinde una esfera de valores dentro de los signos éticos de una cultura, lo grotesco en la seriedad se vuelve ridículo, la calidad maligna del hombre es irrisoria, sin embargo, queda en su fondo algo terrible que repugna. Mr. Hyde es la exacerbación de lo más animal del alma humana, por ello su figura encogida, la fealdad de sus rasgos se adentra en un plano burlesco cuyo interior hermético se hace insoportable, es decir el encuentro con este señor es una tortura en su calidad irrisoria. Por otra parte, Jack el Destripador es un enigma y en el lugar de Jack están las otras cosas, el chiste, el pordiosero, el aristócrata, la posibilidad conspirativa o el vacío. Nadie puede encontrar al culpable, la incompetencia no es privativa de las clases bajas, sino de los órganos estatales que ordenan la vida comunitaria. Whitechapel ya es de por sí el hervidero de lo corrupto, su lenguaje (el Cockney[4]) designa lo secreto y con esto impone un manto de niebla sobre las figuras que huyen tras los viejos recovecos.
La criminología moderna recurre a los perfiles psicológicos como intento de enclaustrar lo desconocido, en ello la semiología médica se aplica a un campo significante de la narratividad. Toda disposición de los objetos en una habitación remite a las obsesiones de su habitante, pero estas obsesiones solo son comprobables en el plano de la ficción, no puede interesar a nadie si efectivamente hay un género de locura imperceptible, toda forma de locura interesa por la capacidad de actuar, el hecho y no el individuo es la única manera de comprobar las variaciones de la personalidad. De este modo Jack el destripador no es un personaje que podamos definir por su psicología. No queremos, ni intuimos una psicopatología a lo Raskolnikov, más bien añadimos otra causa, una posibilidad recóndita, a los infinitos procesos que el defecto signa en el horror. Las cartas son el origen de Jack; la escritura, la ruptura del silencio y la máscara del asesino, enturbian los registros policiales, las rondas nocturnas de vecinos y el temor de las prostitutas del barrio. La pronunciación de su nombre define la agonía del asesino, una vida cuya realización está en la muerte, cuya inteligencia se constituye en burla para los habitantes del mundo. La primera de las cartas “Querido Jefe” (Dear Boss) dio a la luz pública el famoso nombre, la falsedad quedó demostrada desde el principio, pero una autenticidad mayor, la simbólica, fue construyéndose en la cultura londinense. Después vendrían la postal “Saucy Jack” y más tarde “Desde el Infierno” (From Hell) cuya mera existencia es una vuelta a lo macabro. En esta última carta lo humano se deshace y ya no valen contra Jack ninguno de los perfiles psicológicos, el asesino es una fuerza mística que a su antojo dispone de los dones del universo, este sentido de Jack será nuevamente retomado por Cormac McCarthy en su novela No Country for Old Men. La piedra culminante de la ripperología está en estas cartas, en la propia existencia más sobrenatural que natural de Jack el Destripador.
La ficción de las calles de Londres, la peor de todas las encarnaciones de la muerte, no se resiste a trascender su propio momento histórico, más bien se ha investigado como un caso policial en que la identidad del asesino importa más que la posibilidad de una encarnación monstruosa de la humanidad en su peor sentido. En los años sesenta del siglo xx se propuso la posibilidad de una conspiración masónica que involucraba a la familia real del Reino Unido, esto fue desarrollado por Alan Moore en el comic From Hell que después sería llevado al cine. Quizá el sentido de la vinculación de la aristocracia con el asesinato de unas simples mujeres de uno de los barrios más pobres del país se deba a una razón relacionada con el inconsciente colectivo y una cultura epocal que simbólicamente relacionaba el poder y las riquezas con el mal. El asesino de Whitechapel se tiende a asociar con la figura del asesino en serie misionero que se considera enviado por las instancias superiores a limpiar el mundo de una clase de seres cuyo vicio condena a la sociedad a vivir esclavizada en el castigo. No creemos que se puedan conocer las motivaciones para estas muertes horrendas, pero si conocemos el significado de las posibilidades de existencia de Jack el Destripador. Las mujeres no representan el vicio, sino la humildad y la pobreza de unos seres condenados al vituperio y la locura. La policía no es la encarnación de la ineptitud y el desapego de las autoridades, sino la imposibilidad de atrapar totalmente el destino, la tragedia de la desesperanza. Y Jack el Destripador, en su pobre trabajo, en su esforzada mansedumbre y su broma eterna representa el mal absoluto, aquello que nos acecha desde las calles y los recovecos ocultos, quizá desde la sala en tinieblas o desde el borde del espejo.
[1] El término fue acuñado por el linguísta Kenneth Burke (1897-1993) para hacer referencia al conjunto de textos concatenados de una religión que permiten la generación sucesiva de interpretantes. Acá lo usamos en el sentido de entender como texto a la tradición cultural
[2] Ludwig Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus nos da a entender que el mundo es la totalidad de los hechos. Si seguimos este razonamiento no podemos encontrar ningún principio ontológico que no esté basado en una raíz epistemológica.
[3] Podemos entender la consecución de símbolos como dada por una causalidad infinita, a esto Charles Sanders Pierce le llama “semiosis ilimitada”.
[4] En algún sentido el Cockney es similar al lunfardo de Buenos Aires, la germanía o nuestras jerigonzas locales, una lengua urbana que advierte y ella misma expresa los caminos torcidos, la diglosia que entraña los códigos de valores asociados al Bien o al Mal .